SALVADOR DE BAHIA

Ciudad de extremos, Salvador de Bahía , capital de estado de Bahía aglutina el fasto y la pobreza en un decorado hermoso y decadente. Una orgía visual y sensorial que atrapa sin remedio al visitante se desarrolla en sus calles. Mitos, ritos, bailes, ceremonias y leyendas flotan en el aire; nada mejor que dejarse arrastrar por el ambiente y amar a Bahía tal como es. 


En el Terreiro de Jesús, una de esas plazas de Bahía que en realidad son un mundo, un mulato panzón de pelo blanco cuenta historias; historias que hablan de bandidos que merodeaban por el sertâo, de raptos de doncellas, de fantasmas que habitan entre los recios muros del convento da Lapa o de las aventuras prodigiosas de Antonio Conselheiro. También cuentos jocosos y chistes fáciles que provocan la risa franca del corrillo de paseantes que, poco a poco, se van agrupando a su alrededor.

Quien llegue a Bahía con los ojos predispuestos a ver, descubrirá una de las ciudades más hermosas, fascinantes, pobres, fastuosas, derrochadoras y sorprendentes de todo el mundo.

Ciudad para amar o para odiar, aunque más de lo primero que de lo segundo. Ciudad para andar con cuidado por las calles al anochecer y para disfrutar a fondo, para dejarse invadir por todas sus imágenes y sus reflejos, aunque provengan de espejos deformados.

Bahía es una ciudad llena de mundos, y a cada uno le será posible contemplar uno u otro. Todo depende, dicen algunos, de la voluntad de Exú, uno de los orixás mas poderosos de la liturgia de los candomblés, que protege los caminos de la ciudad de Bahía. Estas mismas voces expertas, y entre ellas la de Jorge Amado, el máximo escritor contemporáneo de Brasil y el mejor cantor de Bahía, aconsejan que el recién llegado, nada más desembarcar, dé de beber un trago de cachaça a Exu.

Tras hacer caso de este aviso, a los caminantes  les es posible perderse con un poco más de seguridad por el laberinto de callejones llenos de vida y goteras, de sol y miradas sospechosas, por las cuestas, vericuetos, plazoletas y encrucijadas de la parte antigua; perderse y encontrase a sí mismo en esta ciudad gastada de tan vivida, por barrios de paredes cascadas donde las mujeres negras con los rulos en la cabeza vierten cubos de agua sucia en la calle, dejan el cubo a un lado y se ponen a bailar al ritmo de una música que llega desde una ventana abierta.

Las calles, en cuestas empinadas, aparecen coronadas por iglesias pintadas de añil desteñido, de rosa lavado, de amarillo desvaído. Calles de adoquines brillantes por el paso de los pies y de los años pobladas por niños que juegan, corren, trabajan y viven en la misma calle.

El olor de aceite de palma flota espeso como una nube invisible en los callejones, al igual que los sones del berimbau, y por  todas partes pululan los vendedores de hamacas, de cuadros maravillosamente ingenuos y  de retablos antiguos que parecen pintados el día anterior, o las vendedoras provocativas vestidas de blanco.

En otra esquina del Terreiro, una funeraria, regentada por un gallego, ofrece el mejor cambio por los dólares frescos del viajero.

Más abajo, en la ladeira do Pelourinho, una plaza "cansada de ver", la vida discurre entre brillos y sombras. Esta plaza, escribió Carybé, "por la noche es un escenario dramático, haya luna o no".

Pero es en la parte alta, en los viejos barrios del centro, donde el corazón de Salvador late con mayor fuerza. La simpática Rua Chile, que es la que siguen los desfiles de Carnaval, conduce directamente al Terreiro de Jesús, donde se eleva la catedral del siglo XVII, y se prolonga en el Cruzeiro de Sâo Francisco, con su admirable Convento Barroco, de la Orden Tercera de San Francisco, lleno de esculturas doradas y  con una fachada plateresca. Este es el punto más elevado de la ciudad vieja.

Desde allí se desciende de nuevo por las antiguas losas de la célebre plaza de la Picota (Pelourinho), conjunto impresionante de nobles casas recientemente restauradas y de casas populares de suaves colores, donde viven todavía un pueblo de artesanos. El antiguo Convento del Carmen y su museo, la escalera monumental que sube a la Iglesia do Passo y la modesta Academia de Capoeira, donde se perpetúa la tradición de esta danza acrobática de origen africano, que simula el combate de dos luchadores, completan, sin agotarlo, las maravillas de este barrio a la vez misterioso e íntimo.

La leyenda dice que Salvador posee tantas iglesias como días tiene el año. Sin duda es exagerar un poco, pero el espléndido museo de Arte Sacro está allí para recordar el grandioso pasado religioso de esta ciudad, que fue la primera capital del Brasil.

Cerca de Salvador, infinidad de pequeñas poblaciones que albergan algunas de las playas más hermosas de Brasil, y quizás del Mundo, algunas con sugerentes nombres como la de la Isla de Itaparica, Barra, Itapuâ, Pituba..... Casi todas las playas cuentan con restaurantes típicos situados sobre la arena (chiringuitos), donde se prepara marisco y diversas bebidas, en especial la cerveza servida muy fría (chopes). Además, en las playas se pueden encontrar puestos de "bahianas", donde se puede comer el acarajé, un buñuelo de frijol, frito en aceite de palma - comida típica afro-brasileña.

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